Per Juan Diego Mata
Convertirse en mediador no es solo adquirir una técnica o un título. Es, sobre todo, una forma de estar frente al conflicto. Y aunque la mediación se asocia a la serenidad, a la escucha y al equilibrio, detrás de cada profesional hay también un conjunto de miedos que acompañan, silenciosos, cada sesión, cada palabra y cada gesto. Miedos legítimos, humanos y necesarios, que bien gestionados se transforman en herramientas de crecimiento y en garantías de calidad profesional.
El miedo a perder la neutralidad
a neutralidad es el eje vertebrador de la mediación. Sin embargo, no es una posición natural: supone un esfuerzo consciente y continuo. Todo mediador teme, en algún momento, verse inclinado hacia una de las partes, sentir simpatía o rechazo, o incluso proyectar su propio esquema de valores sobre el conflicto.
Este miedo no debe reprimirse, sino reconocerse. La neutralidad no es ausencia de emoción, sino gestión consciente de la misma. Saber que se puede perder la imparcialidad —y estar atento a los signos que lo indican— es una muestra de madurez profesional. Por eso, la supervisión, la formación continua y la autocrítica no son opciones, sino obligaciones éticas del mediador.
El miedo a no ser capaz de reconducir el conflicto
La mediación, a diferencia de otros mecanismos, no garantiza el acuerdo. Su éxito depende de múltiples factores: la voluntad de las partes, el contexto emocional, el momento procesal, la información disponible, etc. Frente a esa incertidumbre, muchos mediadores sienten la presión de “hacer que funcione”, de que el proceso culmine con un acuerdo visible que justifique su intervención.
El miedo a fracasar —a que el conflicto se desborde, a que las partes se levanten de la mesa o a que no confíen en el proceso— puede llevar al mediador a sobreintervenir, a asumir un rol que no le corresponde. Sin embargo, el verdadero éxito de la mediación no está en el acuerdo, sino en haber generado un espacio seguro de diálogo y comprensión mutua. Asumirlo libera al mediador de una carga injusta y le permite centrarse en facilitar, no en dirigir.
El miedo a la emoción intensa
Pocas cosas incomodan tanto como la emoción desbordada. La ira, el llanto o la frustración pueden hacer tambalear al mediador menos experimentado. ¿Qué hacer ante el silencio prolongado, el grito o la desconfianza? ¿Cómo mantener la calma cuando el ambiente se tensa?
El miedo a la emoción ajena suele estar vinculado al propio manejo emocional. La formación técnica en mediación enseña herramientas de comunicación, pero la práctica exige también autoconocimiento. Un mediador que no ha aprendido a escuchar sus propias emociones difícilmente sabrá acompañar las de los demás. La gestión emocional no se improvisa: se cultiva con práctica, supervisión y humildad.
El miedo a la responsabilidad
En cada sesión, el mediador se enfrenta a decisiones éticas: qué decir, cuándo callar, cómo intervenir. De su actitud puede depender la continuidad del proceso o el bienestar emocional de las partes. Ese peso puede generar miedo: el miedo a equivocarse, a no haber entendido bien, a no haber sido suficientemente empático o claro.
La respuesta está en el marco ético y deontológico de la profesión. La responsabilidad del mediador no consiste en garantizar el resultado, sino en preservar el proceso: la confidencialidad, la igualdad de trato, la voluntariedad y la autonomía de las partes. Cuando el mediador actúa dentro de ese marco, cualquier decisión, incluso la más difícil, encuentra legitimidad.
El miedo a no ser reconocido
En un entorno jurídico tradicionalmente orientado al litigio, la mediación sigue buscando su lugar. Muchos mediadores experimentan el miedo a la invisibilidad profesional: a que su trabajo no se valore, a que los abogados o los jueces no comprendan su función, o a que las partes perciban la mediación como una simple antesala del juicio.
Este miedo se combate con pedagogía. Cada mediador, en su práctica cotidiana, contribuye a construir la cultura de la mediación. Explicar, difundir, formar y ejemplificar son actos de visibilidad profesional que fortalecen la confianza social en el proceso. El reconocimiento no llega por decreto, sino por coherencia y consistencia.
El miedo al propio conflicto
Paradójicamente, quienes ayudan a otros a gestionar sus conflictos temen los propios. La incomodidad con la confrontación, el miedo a la crítica o la dificultad para decir “no” pueden condicionar la intervención mediadora. La autenticidad profesional exige reconocer esas vulnerabilidades y no esconderlas bajo la máscara de la neutralidad.
El mediador que aprende a dialogar con sus propios miedos se vuelve más humano, más empático y más real. Y esa autenticidad, lejos de restar profesionalidad, la potencia.
Conclusió
os miedos del mediador profesional no son un obstáculo, sino una brújula. Señalan las zonas de sombra donde el crecimiento es posible. Aceptarlos es el primer paso para transformarlos en fortalezas: la prudencia en lugar de la parálisis, la autoconciencia en lugar del control, la coherencia en lugar del perfeccionismo.
La mediación, en definitiva, no se ejerce desde la ausencia de miedo, sino desde el coraje de enfrentarlo con serenidad y ética. Solo así, el mediador puede cumplir su verdadera función: acompañar a las personas en el tránsito del conflicto al entendimiento, desde su propia humanidad.
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