Els menores en conflicto social o judicial son un colectivo que enfrenta desafíos
multidimensionales en su camino hacia una vida integrada y estable. Sus experiencias,
marcadas muchas veces por condiciones adversas, reflejan realidades complejas que
exigen una comprensión profunda por parte de los profesionales que trabajan con
ellos.
En este artículo exploraremos, desde una perspectiva integral, los principales factores de
riesgo que los afectan, las consecuencias que enfrentan y las estrategias que pueden
contribuir a un cambio positivo.
El entorno del menor y su influencia decisiva
El entorno en el que crecen los menores es determinante en el desarrollo de sus
comportamientos y actitudes. La familia, la escuela y la comunidad actúan como
entornos clave en su formación, y cuando alguno de estos falla, el impacto puede ser
devastador. Por ejemplo, un menor que crece en una familia desestructurada, donde
prevalece la falta de comunicación o incluso situaciones de violencia, tiende a replicar
patrones negativos en sus relaciones interpersonales.
Estos menores, a menudo, desarrollan una visión del mundo donde el conflicto se convierte en un mecanismo de supervivencia, lo que los predispone a enfrentarse con las normas sociales y legales.
La escuela, que debería actuar como un espacio de protección y aprendizaje, en
muchos casos puede convertirse en un lugar de exclusión.
El fracaso escolar, la desmotivación y el bullying son fenómenos frecuentes que marginan al menor,
reforzando sentimientos de inutilidad o frustración. En consecuencia, muchos
abandonan los estudios sin haber adquirido las habilidades necesarias para integrarse
al mercado laboral, lo que perpetúa su vulnerabilidad. La comunidad, por su parte,
desempeña un papel crucial, ya que entornos donde predominan la pobreza, la
delincuencia y la falta de oportunidades generan dinámicas que empujan a los jóvenes
hacia conductas problemáticas.
El impacto de la salud mental y las experiencias traumáticas
Los trastornos de salud mental representan otro factor decisivo en la vida de los
menores en conflicto. Muchos de ellos han experimentado situaciones traumáticas
que dejan cicatrices profundas, como la violència intrafamiliar, el abuso o la
negligencia. Estas experiencias no solo alteran su capacidad para relacionarse con los
demás, sino que también afectan su autoestima y su capacidad de tomar decisiones
responsables. Sin tratamiento adecuado, estas heridas emocionales pueden
evolucionar hacia comportamientos autodestructivos, como el consumo de sustancias
o la participación en actividades delictivas.
El estigma asociado a la salud mental también agrava el problema, ya que muchas
familias y comunidades carecen de recursos o conocimientos para buscar ayuda
profesional. En lugar de recibir el apoyo profesional necesario, estos menores son a menudo
etiquetados como problemáticos, lo que refuerza su exclusión social y limita sus
posibilidades de redención.
Las consecuencias de la exclusión y el conflicto
La exclusión social tiene un impacto directo en la vida de estos menores. Aquellos que
han estado en conflicto con la ley suelen enfrentar un fuerte rechazo por parte de sus
comunidades, lo que dificulta su reintegración incluso después de cumplir con las
medidas impuestas. Este aislamiento incrementa el riesgo de reincidencia, ya que los
jóvenes buscan en grupos marginales la aceptación que no encuentran en su entorno
inmediato. A su vez, este ciclo de rechazo y reincidencia contribuye a perpetuar su
contacto con el sistema judicial y las instituciones de internamiento, limitando sus
posibilidades de construir una vida diferente.
Además, las barreras educativas y laborales que enfrentan son enormes. Muchos de
ellos carecen de formación suficiente para competir en el mercado laboral, y el
estigma de haber estado en conflicto con la ley dificulta aún más su acceso a
oportunidades. Esto crea una sensación de desesperanza que puede llevarlos a repetir
patrones delictivos, perpetuando el círculo de exclusión y vulnerabilidad.
Hacia un enfoque integral de intervención
Para romper este ciclo, es necesario adoptar un enfoque integral que no solo se centre
en los comportamientos del menor, sino que también aborde las causas profundas que
los generan. Las estrategias más efectivas son aquellas que combinan intervención
educativa, apoyo psicosocial y fortalecimiento familiar, trabajando de manera
coordinada con las comunidades para crear entornos más inclusivos y protectores.
En el ámbito educativo, es fundamental diseñar programas que no solo busquen la
reinserción escolar, sino que también ofrezcan alternativas prácticas adaptadas a las
necesidades e intereses de los jóvenes. Talleres de formación profesional, por ejemplo,
pueden proporcionarles las herramientas necesarias para acceder al mercado laboral y
construir un proyecto de vida independiente.
El apoyo psicosocial también es esencial. Los menores en conflicto necesitan espacios
seguros donde puedan trabajar en el manejo de sus emociones, desarrollar habilidades
sociales y reconstruir su autoestima. Los programas de mentoría, donde adultos
responsables actúan como modelos positivos, han demostrado ser especialmente
efectivos en este sentido.
Finalmente, el fortalecimiento familiar debe ser una prioridad. Muchas familias de
estos menores necesitan apoyo para superar sus propias dificultades, desde recursos
económicos hasta orientación en habilidades parentales. Proveer este apoyo no solo
beneficia al menor, sino que también fortalece el entorno en el que crecerá en el
futuro.
Conclusión: Una responsabilidad compartida
Trabajar con menores en conflicto es una labor compleja que requiere un compromiso
profundo por parte de todos los actores involucrados: familias, comunidades,
instituciones educativas y profesionales del sector. Más allá de atender los comportamientos problemáticos, es fundamental mirar hacia las raíces del conflicto y
trabajar en soluciones sostenibles que permitan a estos jóvenes superar sus
circunstancias y construir una vida llena de posibilidades.
Este compromiso no solo beneficia a los menores, sino a toda la sociedad, ya que
contribuye a reducir la exclusión y la violencia, y promueve comunidades más
solidarias y cohesionadas. La pregunta que debemos hacernos como profesionales es:
¿cómo podemos ser parte activa de este cambio?