El hombre actual rinde culto a las tecnologías, sobre todo a aquellas que puede usar en su vida diaria. Ya no nos sorprende ver fotografías de personas que pasan una noche haciendo cola ante un establecimiento comercial para ser los primeros en adquirir un nuevo modelo de teléfono móvil o de tableta, o que ese mismo modelo, que resulta muy caro, sea adquirido por personas con un nivel de renta relativamente bajo que, a buen seguro, habrán de renunciar a otros bienes más importantes y que podrían cubrir sus necesidades básicas de comunicación con un dispositivo mucho más barato (Vázquez, 2017).
En la cultura occidental, que básicamente se caracteriza por la coexistencia del capitalismo, la industrialización y la democracia, la posmodernidad sustenta en el fondo la muerte de las ideologías –sobre todo las progresistas- y las utopías, apelando a un pragmatismo sin precedentes que cabalga sobre la impotencia explicativa de la razón, la orfandad de valores espirituales, la actividad política vaciada de concepciones idealistas y alejada de las reales necesidades de la gente, destacando más la imagen que la plataforma de propuestas. Asistimos, pues, a una gran crisis de credibilidad de todo el sistema, donde todo está permitido, nada es bueno ni malo, nada es absoluto, todo es relativo y depende del criterio de cada uno.
Todo ello ha creado una obsesión enfermiza: huir de los límites sanos, de los verdaderos valores y tareas de la vida, de la responsabilidad personal y social. Pero no fue gratuitamente, sino a costa de una gran angustia, desesperación y abrumadora sensación de vacío que llevó al auge e incremento de la tríada neurótica de nuestro tiempo posmoderno: la violencia-agresión, la depresión-suicidio, y las adicciones (drogas, alcohol, sexo promiscuo, dinero fácil, juegos de azar, videojuegos, etc.). El hombre está encerrado en sí mismo, cada uno conectado en su casa al gran chupete televisivo o Internet; cada uno inventando sus propios códigos de conducta y valores, sin asumir la responsabilidad personal en la construcción del bien común. Lo que concuerda con la conceptualización que hizo Bauman (2003) acerca de la modernidad líquida. Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes. Y sucede en todos los aspectos de la vida. Con los objetos materiales y con las relaciones con la gente. Y con la propia relación que tenemos con nosotros mismos, cómo nos evaluamos, qué imagen tenemos de nuestra persona, qué ambición permitimos que nos guíe. Todo cambia de un momento a otro, somos conscientes de que somos cambiables y por lo tanto tenemos miedo de fijar nada para siempre (Bauman, 2003). Esto crea una situación líquida. Como un líquido en un vaso, en el que el más ligero empujón cambia la forma del agua. Y esto está por todas partes (Bauman, 2003).
Mediación
Frente a ello, existe un campo de acción (existen más, pero toca centrarnos en éste) que permite “pararnos y pensar” hacia dónde caminamos. La mediación nos da la oportunidad de “responder” ante el conflicto que se ha co-creado. De manera que las partes deben participar de manera activa para resolver sus desavenencias. Lo cual propicia el fomento de la cultura paz y la generalización de ésta a otros ámbitos de sus vidas: personal, familiar, social, profesional…generando que las relaciones a su alrededor mejoren y favorezca la construcción de una comunidad armoniosa.
Por tanto, y en virtud del momento sociohistórico en el que vivimos, la mediación es un acto en sí mismo contracultural que se evidencia a través de un proceso dialéctico transformador “adecuado para estudiar todas aquellas prácticas, sean o no comunicativas, en las que la conciencia, las conductas y los bienes entran en procesos de interdependencia” (Martín-Serrano, 2004, p. 22).
El mediador/a
De esta manera, el/la mediador/a debe configurarse como un actor/investigador capaz de afrontar el enorme reto que supone desentrañar las falacias del momento sociohistórico en el que vivimos y cómo influyen las mismas en el modo de relacionarse que tienen los individuos en conflicto. Para, a partir de ahí, erigirse en co-analista de la situación que viven las partes y posibilitar un camino de construcción común que transforme a las mismas en seres más independientes y resolutivos.
Se presenta la mediación como una tarea donde el profesional debe tener una cosmovisión amplia y multidimensional, partiendo de conocimientos en áreas tan dispares como: la filosofía, la pedagogía, la psicología, la antropología, el derecho, el trabajo social o la educación social, entre otras.
Ya hicimos hincapié, tiempo atrás, en las cualidades que un mediador/a debe poseer y que puedes volver a ver aquí.
Y después de leer esto, y la indignación/emoción tácita que quizás hayas sentido, ¿no te parece el momento de inscribirte en uno de nuestros cursos para convertirte en mediador/a y ser parte activa en la transformación de la vida de otros/as?
Bibliografía:
Bauman, Z. (2000). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.
Martín Serrano, M. (2004). La producción social de comunicación. Alianza.
Vázquez, J.M. (2017, 1 de diciembre). Las humanidades en la universidad del siglo XXI. Nuevarevista.net
Muy bien artículo, quizás, y estoy embarcado en un curso de Mediación con vosotros, seamos una piedra que pueda cambiar este mundo en el que vivimos, desde una perspectivas social.
Muchas gracias por tu comentario.
Sobre los cimientos de campos como la mediación, será posible una nueva manera de convivir y organizarnos.
Un saludo cordial!