Infancia migrante y no acompañada: intervenir sin estigmas, escuchar sin prejuicios

Cada año, cientos de niños, niñas y adolescentes llegan solos a las fronteras de Europa, emprendiendo trayectos migratorios marcados por el riesgo, la incertidumbre y, muchas veces, el trauma. A su llegada, son clasificados como menores extranjeros no acompañados (MENA), una categoría administrativa que, si bien les reconoce un estatus de protección, suele ir acompañada de etiquetas, sospechas y respuestas institucionales que no siempre están a la altura del mandato de protección que impone el ordenamiento jurídico.

El 20 de junio, Día Mundial del Refugiado, es una oportunidad para reflexionar críticamente sobre el enfoque con el que intervenimos con estos menores. Porque más allá de los expedientes y las estadísticas, hablamos de infancias reales que han sido expulsadas de sus países, de sus entornos y, a menudo, de los márgenes de nuestras propias políticas sociales.

Una categoría administrativa que homogeneiza realidades diversas

La legislación española define al menor extranjero no acompañado como aquel nacional de un país tercero, menor de 18 años, que se encuentra en territorio nacional sin un adulto que legalmente se haga responsable de él. Esta definición es operativa, pero también peligrosa si se convierte en el único prisma desde el cual mirar al sujeto.

Bajo esa etiqueta se agrupan adolescentes con perfiles vitales profundamente distintos: algunos huyen de guerras o persecuciones, otros de la pobreza estructural, otros han sido enviados por sus familias con la esperanza de una vida mejor, y no pocos son víctimas de redes de trata. Tratar a todos estos menores como si compartieran una misma experiencia migratoria y una misma necesidad de intervención es no solo un error técnico, sino una forma de invisibilización institucional.

El riesgo es que se intervenga “desde el rótulo”, en lugar de desde la historia. Que se diseñen recursos “para MENAs”, sin tener en cuenta las trayectorias, los vínculos culturales, los duelos migratorios o las violencias sufridas. Esa homogenización es una forma de exclusión solapada.

Acoger, diagnosticar, intervenir: lo que ocurre en los primeros pasos

El primer contacto entre el menor migrante y el sistema suele ser frío, despersonalizado, cargado de desconfianza. En muchos casos, se le realiza una prueba de determinación de edad sin garantías suficientes, se le deriva a centros de emergencia masificados y, durante semanas o meses, carece de documentación que le permita acceder plenamente a derechos básicos como la escolarización, la atención médica especializada o la participación en programas de formación.

Esos primeros momentos son fundamentales. No sólo por su valor legal o administrativo, sino porque marcan el tipo de vínculo que el menor establecerá con el sistema. Si la acogida se realiza desde la desconfianza, la burocratización o la sospecha, es muy probable que el joven retraiga su demanda, active estrategias defensivas y rechace la intervención institucional, incluso aunque la necesite.

Por eso, es clave que los equipos educativos y técnicos que intervienen en esos contextos estén formados en trauma migratorio, competencias interculturales y lectura crítica del lenguaje no verbal. La prioridad debe ser construir una relación de seguridad, no de control.

La construcción del vínculo educativo: entre el respeto y la agencia

Muchos menores migrantes han desarrollado estrategias de supervivencia basadas en la desconfianza hacia los adultos y en la autogestión radical de sus necesidades. Han aprendido que pedir ayuda puede ser peligroso, que mostrarse vulnerable puede generar castigo, y que las figuras de autoridad no siempre protegen.

Por eso, el trabajo educativo con estos adolescentes debe ser especialmente cuidadoso con la forma en que se construyen los límites, se genera la norma, se transmite el afecto y se valida la identidad. La tarea no consiste en “integrar” a la fuerza, ni en imponer modelos de comportamiento ajenos, sino en crear espacios donde se pueda reconstruir la confianza, el deseo de pertenencia y el proyecto de vida.

El vínculo educativo debe partir del respeto absoluto por la cultura de origen, la lengua materna, los rituales religiosos o familiares, y evitar la infantilización de quienes, pese a su edad, han atravesado experiencias profundamente adultas. Escuchar sus tiempos, sus silencios y sus resistencias es tan importante como facilitar itinerarios de inserción formativa o laboral.

El riesgo del racismo institucional y la reproducción de estigmas

Aunque el marco legal reconoce a estos menores como sujetos de derechos, lo cierto es que, en la práctica, muchos se enfrentan a barreras que no experimentan otros adolescentes tutelados. Se duda de su edad, se cuestiona su testimonio, se activan protocolos de seguridad sin justificación, o se les deriva automáticamente a recursos especializados, segregados y con baja exigencia educativa, como si su única expectativa de futuro fuera la supervivencia laboral o la invisibilidad administrativa.

Este tratamiento diferencial no es neutro. Refuerza una narrativa social que presenta al menor migrante como sospechoso, invasor o potencial delincuente. Las etiquetas pesan: si los educadores, los técnicos o los propios compañeros repiten estereotipos, el joven termina por asumir que no se espera de él más que obediencia o resignación. Y esto es una forma de exclusión profundamente violenta.

Por ello, una intervención ética y profesional exige identificar, nombrar y combatir las formas de racismo institucional que aún persisten en el sistema de protección y justicia juvenil. Hacerlo no es ideológico, es técnico.

Hacia una intervención intercultural, restaurativa y garantista

Para responder adecuadamente a las necesidades de la infancia migrante, es necesario articular un enfoque que combine tres dimensiones:

  • La interculturalidad, entendida no como un recurso puntual, sino como una mirada que valora los saberes, cosmovisiones y prácticas culturales del menor, adaptando las intervenciones a sus contextos vitales.
  • La justicia restaurativa, que permite trabajar los conflictos sin criminalizar, reconstruyendo el tejido relacional y favoreciendo la reparación simbólica y afectiva.
  • La perspectiva garantista, que pone en el centro los derechos del menor, más allá de su situación administrativa, incluyendo el acceso pleno a la educación, la salud mental.
  • La participación activa y la posibilidad real de construir autonomía.

Este tipo de intervención no es más costosa, ni menos eficaz. Al contrario: es la única que puede sostener procesos reales de inclusión, sin caer en la revictimización o en la integración forzada.

Conclusión: mirar más allá de las siglas

Hablar de infancia migrante es hablar de infancia. De derechos. De acompañamiento. De justicia social. Cada 20 de junio, el Día Mundial del Refugiado nos recuerda que migrar no despoja a una persona de su humanidad, y que ningún niño o niña debe ser reducido a una etiqueta administrativa.

Por eso, quienes intervenimos con menores migrantes tenemos la responsabilidad —y el privilegio— de mirarlos como sujetos únicos, con historia, deseo y derecho a construir futuro.

¿Te gustaría profundizar en ese y otros temas relacionados con el trabajo social con menores? Matricúlate en el Posgrado en Intervención con Menores de EIM y empieza a trabajar en tu vocación.

Deja un comentario