Durante años, la imagen social del menor infractor se asoció a la violencia, la rebeldía y el desafío a la autoridad. Sin embargo, quienes trabajamos de cerca en los Centros de Internamiento de Menores Infractores (CIMI) sabemos que esa representación está cada vez más lejos de la realidad actual.
Hoy los jóvenes que cumplen medidas judiciales no son, en su mayoría, menores peligrosos, sino adolescentes marcados por la vulnerabilidad, el trauma y la desprotección. Su conducta infractora suele ser el síntoma visible de una historia invisible: abandono, consumo precoz, salud mental no atendida y carencias afectivas que se arrastran desde la infancia.
Del perfil violento al perfil vulnerable
Si echamos la vista atrás, los primeros años de aplicación de la Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (LORPM), reflejaban una tendencia distinta: delitos contra la propiedad, robos con violencia, agresiones o pertenencia a grupos conflictivos. Eran adolescentes impulsivos, a menudo con un entorno familiar desestructurado, pero sin grandes problemáticas psicológicas.
Veinticinco años después, el panorama ha cambiado de forma significativa. Los equipos técnicos de los CIMI —educadores, psicólogos, trabajadores sociales y juristas— coinciden en detectar un aumento notable de menores con trastornos de salud mental, adicciones tempranas, experiencias traumáticas y un historial previo de fracaso escolar o institucionalización. En muchos casos, el internamiento no responde tanto a una peligrosidad real como a la ausencia de alternativas eficaces fuera del ámbito judicial.
Un estudio reciente del Defensor del Pueblo (2024) alerta precisamente sobre esta deriva: más del 60% de los menores internados presenta algún tipo de diagnóstico clínico o consumo problemático, y casi el 40% ha pasado previamente por el sistema de protección. Se trata, por tanto, de jóvenes más necesitados de cuidados que de castigos, pero que acaban siendo derivados a contextos judiciales por la falta de recursos terapéuticos o educativos específicos.
El papel del silencio
El silencio del grupo es tan dañino como la acción del acosador.
El miedo a convertirse en la próxima víctima, la indiferencia o la falsa creencia de que “son cosas de niños” hacen que el acoso se normalice. Pero detrás de cada niño o adolescente acosado hay una cadena de adultos y compañeros que miraron hacia otro lado.
Los profesionales de la educación y la intervención social saben que romper el silencio es el primer acto educativo. Nombrar el acoso, hablarlo, señalarlo con respeto y sin juicio es el punto de partida para transformarlo. Sin embargo, en muchos centros sigue costando reconocerlo, sobre todo cuando no hay violencia física o cuando la víctima no encaja en el perfil esperado. .
La LORPM y su espíritu educativo
Conviene recordar que la LORPM 5/2000 no fue concebida como una ley punitiva, sino como una norma educativa y reparadora, inspirada en los principios de proporcionalidad, flexibilidad y oportunidad.
El artículo 7 de la Ley define las medidas susceptibles de aplicarse, entre las cuales el internamiento debe ser siempre el último recurso, reservado a los casos de especial gravedad o reiteración. Su finalidad no es castigar, sino reeducar y reintegrar al menor en la sociedad, tal como subraya el artículo 1: “la medida deberá tener un contenido primordialmente educativo”.
No obstante, la realidad diaria de los centros muestra que esa intención se enfrenta a un contexto mucho más complejo. Los equipos educativos trabajan con menores que, además de cumplir una sanción, necesitan intervención psicológica, contención emocional y acompañamiento terapéutico intensivo. En consecuencia, los CIMI han evolucionado hacia modelos de intervención mixtos, donde lo educativo y lo clínico se entrelazan de forma constante.
La salud mental como nuevo eje de intervención
Los profesionales coinciden en que uno de los grandes desafíos actuales es la atención a la salud mental.
La presencia de trastornos de conducta, TDAH, depresión, autolesiones o consumo de sustancias se ha convertido en la norma, no en la excepción. En muchos casos, los ingresos responden a episodios impulsivos o explosivos más que a una planificación delictiva. El sistema penal juvenil se convierte así en el lugar donde terminan los adolescentes que no encontraron atención adecuada en salud mental o protección.
Frente a este panorama, varios CIMI en Andalucía y otras comunidades están incorporando programas terapéutico-educativos, donde los equipos clínicos colaboran estrechamente con los educadores. Estas experiencias, aún desiguales, demuestran que la intervención integral —que combina acompañamiento emocional, terapia cognitivo-conductual y educación en habilidades sociales— genera mejores resultados en la reincorporación social y una menor reincidencia.
Educar en la frontera del daño
Trabajar con menores infractores exige entender que la infracción es solo una parte de la historia. Muchos de estos adolescentes han crecido en entornos donde el límite se aprendió a través del dolor o la negligencia. Por eso, la intervención educativa debe ir más allá de la norma jurídica, abriendo espacio a la reparación, la comprensión del daño y la reconstrucción del vínculo social.
El reto para los profesionales es doble: mantener la función estructurante del centro —las normas, los tiempos, la convivencia—, y a la vez ofrecer una experiencia emocional reparadora. En la práctica, eso significa escuchar lo que hay detrás de la conducta, intervenir sin etiquetar y devolver al menor la posibilidad de pensarse desde otro lugar.
La reeducación, en este contexto, no se consigue solo con programas formales, sino con la presencia constante del educador, su capacidad de contención y la coherencia del equipo. Cada rutina, cada conversación, cada conflicto se convierte en un espacio terapéutico.
Hacia un nuevo modelo: justicia juvenil restaurativa y terapéutica
La evolución del perfil de los menores infractores exige una revisión del sistema en su conjunto. No basta con adaptar los programas; es necesario repensar el modelo de justicia juvenil hacia un enfoque verdaderamente restaurativo y terapéutico.
Esto implica reforzar la coordinación entre justicia, salud mental, servicios sociales y educación; dotar de formación especializada al personal de los CIMI; y, sobre todo, garantizar que las medidas judiciales mantengan su sentido educativo, no asistencial ni custodial.
El futuro de la intervención con menores pasa por reconocer lo que la práctica profesional ya ha demostrado: la vulnerabilidad no exime de responsabilidad, pero tampoco se resuelve con castigo. Reeducar significa acompañar, comprender y ofrecer alternativas. En definitiva, devolver la oportunidad que la vida les negó demasiado pronto.
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