En los últimos años, la salud mental de niños, niñas y adolescentes ha pasado del margen al centro del debate público. Lejos de ser una problemática emergente, la salud mental infantojuvenil ha sido históricamente invisibilizada, especialmente en contextos de vulnerabilidad social. Sin embargo, en el trabajo diario con menores en situación de protección, reforma o conflicto social, se hace cada vez más evidente que el sufrimiento psíquico atraviesa la mayoría de los procesos de intervención.
Trastornos de la conducta, ideación suicida, síntomas disociativos, autolesiones, consumo precoz de sustancias o desregulación emocional grave no son manifestaciones aisladas, sino formas de expresión de un trauma o sufrimiento profundo que requiere ser leído, comprendido y acompañado desde un enfoque profesional.
La intervención socioeducativa no sustituye al abordaje clínico, pero cumple una función insustituible: puede detectar a tiempo, contener sin patologizar y sostener procesos complejos mientras se articula la respuesta terapéutica adecuada.
De la conducta al síntoma: una mirada necesaria
En contextos residenciales, judiciales o comunitarios, es común que los síntomas de malestar mental se expresen como “mal comportamiento”: agresividad, impulsividad, aislamiento extremo, desafío a la norma o conductas autodestructivas. Sin embargo, estos signos no pueden ser entendidos exclusivamente desde el paradigma de la disciplina o el control conductual.
Una intervención profesional debe hacer el paso de lo superficial a lo profundo, de la conducta al significado. Para ello, es imprescindible que los equipos educativos, técnicos y sociales incorporen una mirada psicodinámica y neuroafectiva, que les permita:
- Comprender las respuestas de supervivencia del menor (hiperactivación, evitación, congelamiento).
- Reconocer que el comportamiento disruptivo muchas veces es lenguaje no verbal del trauma.
- Sustituir la interpretación moral (“no quiere”, “no le importa”, “manipula”) por una interpretación profesional (“no puede”, “no sabe cómo”, “se está defendiendo”).
Señales de alerta: cuándo debemos activar mecanismos de apoyo
Los profesionales del ámbito educativo o social no diagnostican, pero sí deben saber identificar cuándo un menor necesita una evaluación clínica. Algunas señales relevantes que requieren observación y coordinación con el equipo técnico:
Cambios en la conducta:
- Pérdida de interés por actividades previamente gratificantes.
- Retraimiento repentino o aislamiento social prolongado.
- Agitación extrema, impulsividad o agresividad desproporcionada.
Alteraciones fisiológicas:
- Insomnio persistente, terrores nocturnos o fatiga constante.
- Conductas alimentarias inusuales: restricción extrema, atracones o vómitos inducidos.
- Descuido grave de la higiene o autonegligencia.
Conductas de riesgo:
- Autolesiones, ideación o intentos suicidas (aunque no se verbalicen con claridad).
- Consumo de sustancias de forma temprana o como forma de regulación emocional.
- Conductas sexuales desinhibidas o peligrosas.
Comunicación y cognición:
- Expresión verbal de desesperanza, vacío o odio hacia uno mismo.
- Discurso incoherente, alucinaciones o ideas delirantes.
- Disociación: sensación de no estar en el cuerpo, mirada vacía, desconexión emocional.
Estos signos deben registrarse, compartirse con el equipo de forma no alarmista, y —si se mantienen o se agravan— justificar una valoración clínica por parte de profesionales de salud mental infantojuvenil.
Contención educativa: intervenir sin invadir ni medicalizar
Una de las funciones fundamentales del profesional socioeducativo es ofrecer contención emocional al menor en crisis. Contener no es controlar, ni calmar a toda costa, ni aplicar sanciones correctivas. Contener es:
- Permanecer con el menor sin juicio, incluso si está en una conducta disruptiva
- Aportar calma sin exigir calma: “yo puedo sostener esto contigo”.
- Nombrar lo que ocurre sin invadir: “parece que estás muy desbordado, ¿quieres que me quede aquí?”
- Ser predecible: mantener límites claros, no contradictorios, y no sobre-reaccionar.
Además, la contención emocional también implica una capacidad de autorregulación del propio profesional: no responder desde el impacto emocional, sino desde un lugar estabilizador. Por eso, el trabajo con salud mental también exige formación en:
- Regulación emocional en adultos.
- Prevención del burnout.
- Supervisión técnica y emocional.
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La derivación: cuándo, cómo y a dónde
Detectar un posible problema de salud mental no implica intervenir clínicamente, pero sí activar los protocolos de derivación correspondientes. El éxito de una derivación no depende solo de hacer una llamada o rellenar un informe: exige coordinación, seguimiento y comprensión de los límites institucionales.
Aspectos clave para una derivación efectiva:
- Construir el relato clínico completo: no solo los síntomas, sino el contexto familiar, la historia de trauma, los cambios observados y los recursos que ya se han intentado.
- Evitar etiquetas prematuras: “es bipolar”, “es esquizofrénico”. Es preferible hablar de signos de alerta, disfunciones o desregulación.
- Incluir al menor en el proceso, cuando sea posible, desde un enfoque de derechos: explicarle qué se va a hacer, con quién se le va a poner en contacto, y cómo se cuidará su intimidad.
- Acompañar la derivación con presencia educativa, sobre todo en los casos más complejos o crónicos. Derivar no es soltar.
En casos de urgencia (riesgo suicida inminente, psicosis aguda, desregulación extrema), debe activarse el protocolo sanitario correspondiente, con apoyo del equipo técnico, y registro detallado de las actuaciones.
El trabajo en red: salud, educación, protección y reforma
La salud mental de los menores en contextos de vulnerabilidad no puede abordarse desde un solo sistema. El éxito de cualquier intervención clínica depende de la existencia de una red coordinada que incluya:
- Servicios de salud mental infantojuvenil.
- Equipos de protección de menores o justicia juvenil.
- Centros educativos.
- Familias o referentes afectivos estables.
- Personal educativo y técnico de los recursos residenciales o terapéuticos.
Un error común es pensar que una vez derivado, el caso “pasa” a salud mental. En realidad, el abordaje debe ser conjunto, respetando los roles de cada sistema pero articulando objetivos, ritmos y acompañamientos.
Cuidar la salud mental desde lo educativo es posible (y necesario)
Frente a una generación de menores crecientemente expuesta al trauma, la precariedad emocional y la incertidumbre vital, el trabajo socioeducativo tiene un papel crucial en la detección temprana, la contención afectiva y el sostenimiento institucional del cuidado.
No se trata de psicologizar todo. Se trata de entender que lo que el menor expresa tiene sentido, que la salud mental no se construye solo en consultas clínicas, y que un educador, una educadora o un profesional social formado, consciente y comprometido puede ser el primer eslabón en la cadena de recuperación.
Formarse en salud mental desde lo educativo es, hoy más que nunca, una condición de calidad profesional y de justicia social.