Bullying: cuando el silencio también duele 

La primera vez que Daniel dejó de hablar en clase, nadie lo notó. 
No fue un cambio brusco, sino una retirada silenciosa: empezó por dejar de levantar la mano, después por sentarse en la última fila, y más tarde por inventar excusas para no salir al recreo. Cuando su tutora quiso darse cuenta, hacía semanas que Daniel comía solo, recibía mensajes anónimos en el móvil y fingía estar enfermo para no ir al instituto. 

No hubo gritos ni peleas. Solo risas contenidas, memes compartidos, rumores y miradas que lo fueron borrando poco a poco del grupo. Nadie lo insultó en voz alta, pero todos sabían lo que estaba pasando. Ese es el poder del bullying silencioso: destruye sin dejar marcas visibles. 

La nueva cara del acoso escolar 

El acoso ya no se limita al aula ni al pasillo. 
Hoy sigue al menor hasta su casa, se cuela en el móvil y aparece disfrazado de broma en TikTok o de mensaje en un grupo de WhatsApp. Según el Informe de UNICEF España 2024, uno de cada cuatro adolescentes afirma haber sufrido alguna forma de acoso escolar o ciberacoso, y el 40% confiesa haber sido testigo sin intervenir. 

Los insultos directos han sido sustituidos, en muchos casos, por la exclusión social digital: no estar en el grupo, no ser etiquetado, no recibir respuesta. Y ese vacío duele tanto como una agresión. Los menores viven conectados a un entorno donde la aceptación se mide en seguidores, y el rechazo se experimenta como una forma de desaparición social. 

El bullying de hoy no siempre es visible para los adultos, porque no ocurre ante sus ojos. Se esconde tras pantallas, algoritmos y dinámicas de grupo donde el agresor no siempre es el más fuerte, sino el más popular. La víctima, en cambio, suele compartir un patrón: inseguridad, aislamiento y una profunda dificultad para pedir ayuda. 

El papel del silencio 

El silencio del grupo es tan dañino como la acción del acosador. 
El miedo a convertirse en la próxima víctima, la indiferencia o la falsa creencia de que “son cosas de niños” hacen que el acoso se normalice. Pero detrás de cada niño o adolescente acosado hay una cadena de adultos y compañeros que miraron hacia otro lado. 

Los profesionales de la educación y la intervención social saben que romper el silencio es el primer acto educativo. Nombrar el acoso, hablarlo, señalarlo con respeto y sin juicio es el punto de partida para transformarlo. Sin embargo, en muchos centros sigue costando reconocerlo, sobre todo cuando no hay violencia física o cuando la víctima no encaja en el perfil esperado. .

La importancia del acompañamiento 

Cuando un menor sufre acoso, su mundo emocional se fragmenta: pierde la confianza en los otros y en sí mismo. En ese momento, la función del adulto —sea docente, orientador o educador social— no es únicamente intervenir, sino reparar la confianza. Escuchar sin minimizar, validar el dolor y ofrecer protección son gestos que pueden marcar la diferencia entre la esperanza y la desesperanza. 

La respuesta institucional no puede limitarse a sancionar al agresor. La educación restaurativa ofrece alternativas más humanas y eficaces: espacios de mediación, trabajo grupal, desarrollo de la empatía y comprensión del daño causado. Pero nada de eso será posible si no se atiende primero a la víctima, si no se reconstruye su autoestima y su sentido de pertenencia. 

A menudo, el menor acosado no busca castigo, sino comprensión. Quiere volver a sentirse parte del grupo sin miedo, quiere recuperar su voz. Por eso, la intervención educativa debe orientarse a devolverle protagonismo: darle un espacio para hablar, decidir y reparar, no para revivir su dolor. 

Educar contra la crueldad cotidiana 

El bullying no es solo un fallo del sistema educativo: es un espejo de nuestra cultura social, donde la humillación se ha vuelto espectáculo y la empatía parece un lujo. Las redes sociales han normalizado la exposición constante, el juicio rápido y la burla disfrazada de humor. En ese contexto, enseñar empatía se convierte en un acto contracultural. 

Los adultos deben ser modelos visibles de respeto. Cada gesto importa: cómo hablamos de los demás, cómo tratamos la diferencia, cómo respondemos ante la injusticia. Los adolescentes aprenden más de lo que ven que de lo que se les dice. Y si ven que los adultos callan, aprenden que callar es normal. 

La esperanza como antídoto

Daniel, el chico que un día dejó de hablar, finalmente cambió de centro. Allí encontró a un tutor que le preguntó, sin prisa: “¿Qué te ha pasado?”. Esa pregunta, sencilla pero sincera, abrió una grieta en su silencio. Poco a poco volvió a sonreír, a participar, a confiar. No porque el dolor desapareciera, sino porque alguien lo vio

El acoso escolar se sostiene en la invisibilidad. La mejor prevención es mirar, estar presentes, no dejar que nadie desaparezca en medio de un grupo. La empatía, la escucha y la intervención temprana no son solo estrategias educativas: son actos de justicia cotidiana. 

Porque el silencio también duele, pero la palabra puede curar

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