Una adolescente de 14 años graba un vídeo en TikTok bailando con una canción viral. Lo hace imitando a su influencer favorita, que acumula millones de seguidores. No parece nada grave. Sin embargo, en apenas 24 horas, el vídeo supera las 10.000 visualizaciones y los comentarios empiezan a multiplicarse: algunos halagan, otros sexualizan, unos pocos insultan. Ella sonríe ante el móvil, pero por dentro siente algo que no sabe nombrar: vergüenza, presión, miedo a perder relevancia si borra el vídeo.
Esa escena, repetida en miles de pantallas cada día, resume una parte del problema.
Las redes sociales se han convertido en el nuevo escenario donde los adolescentes aprenden —o desaprenden— sobre cuerpo, deseo, consentimiento y afectividad. TikTok, Instagram o Snapchat son ahora los grandes espacios de socialización y construcción de identidad, mucho antes que la escuela o la familia.
La nueva escuela de la sexualidad
Las generaciones anteriores descubrían la sexualidad en silencio, entre confidencias o lecturas escondidas. Hoy los adolescentes la aprenden en línea, a golpe de algoritmo. Lo que antes era tabú, ahora se expone con naturalidad, pero también con desinformación. Las plataformas digitales mezclan mensajes de empoderamiento con contenidos hipersexualizados, bromas machistas, retos virales y consejos de “coaches” sin formación.
Un estudio del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud (2024) indica que el 75% de los adolescentes españoles declara haber aprendido sobre sexualidad principalmente en internet. Solo uno de cada cuatro menciona la escuela o la familia como fuente de información principal. En paralelo, el acceso al porno online se produce a edades cada vez más tempranas —a partir de los 11 años, según datos de Save the Children—, y eso moldea las expectativas sobre las relaciones, el cuerpo y el placer de manera preocupante.
En TikTok, por ejemplo, los vídeos sobre “relaciones ideales” o “cómo enamorar a alguien” superan los mil millones de visualizaciones. Detrás de muchos de ellos hay mensajes aparentemente inocentes pero profundamente distorsionadores: el amor se asocia a la posesión, la belleza a la perfección física y la autoestima a la validación externa.
El silencio del grupo es tan dañino como la acción del acosador.
El miedo a convertirse en la próxima víctima, la indiferencia o la falsa creencia de que “son cosas de niños” hacen que el acoso se normalice. Pero detrás de cada niño o adolescente acosado hay una cadena de adultos y compañeros que miraron hacia otro lado.
Los profesionales de la educación y la intervención social saben que romper el silencio es el primer acto educativo. Nombrar el acoso, hablarlo, señalarlo con respeto y sin juicio es el punto de partida para transformarlo. Sin embargo, en muchos centros sigue costando reconocerlo, sobre todo cuando no hay violencia física o cuando la víctima no encaja en el perfil esperado. .
Cuando el algoritmo educa
El algoritmo de las redes no educa: entretiene y engancha. No ofrece diversidad, sino repetición. Si un adolescente interactúa con vídeos sobre belleza o fitness, recibirá más del mismo tipo, y pronto su visión del cuerpo se reducirá a estándares imposibles. Si busca sobre amor o pareja, acabará viendo mensajes de relaciones “tóxicas disfrazadas de pasión”.
El resultado es una generación que crece hiperinformada pero emocionalmente desorientada. Los adolescentes manejan un vocabulario amplio —“consentimiento”, “gaslighting”, “toxicidad”—, pero muchas veces sin herramientas reales para aplicarlo en su vida. Saben identificar lo que está mal, pero no siempre logran actuar diferente, porque el entorno digital premia lo superficial y castiga lo vulnerable.
Las redes sociales pueden ser, sin duda, una oportunidad educativa, pero solo si los adultos entran en ellas con intención formativa y mirada crítica. No basta con prohibir o vigilar: hay que acompañar. Acompañar para interpretar, contextualizar y enseñar a distinguir entre lo que entretiene y lo que educa.

Educar desde la cercanía, no desde el miedo
Las conversaciones sobre sexualidad siguen generando incomodidad en las familias y en muchos centros educativos. A menudo se posponen o se abordan solo desde el riesgo: embarazos no deseados, infecciones o conductas inapropiadas. Pero hablar de sexualidad es hablar de afecto, de identidad, de cuerpo y de respeto. Y eso no se enseña con advertencias, sino con diálogo y confianza.
Los profesionales que trabajan con adolescentes lo saben: los jóvenes no necesitan discursos moralizantes, sino adultos capaces de escuchar sin escandalizarse, que entiendan sus códigos y sepan leer lo que se esconde tras una publicación o una foto provocadora. A veces, un vídeo subido a TikTok no es una simple búsqueda de likes, sino un modo de explorar la propia imagen, de afirmarse o de pedir validación.
El reto está en construir una educación sexual integral que incluya el universo digital, que hable del deseo sin culpa y de los límites sin miedo. No se trata solo de prevenir riesgos, sino de fomentar relaciones sanas, libres y responsables, también en los espacios virtuales donde los adolescentes viven gran parte de su vida.
De la pantalla a la vida real
La educación afectivo-sexual no puede quedar fuera de la conversación educativa contemporánea. Los centros escolares, los servicios sociales y los programas de intervención con menores tienen que asumir que el aprendizaje emocional y relacional pasa hoy, inevitablemente, por las pantallas. Ignorar este hecho es dejar que el algoritmo sea quien eduque.
Como profesionales, debemos atrevernos a entrar en ese terreno con empatía y conocimiento, ofreciendo alternativas reales de expresión, espacios seguros donde hablar sin juicio, y referentes adultos que demuestren que se puede vivir la sexualidad con libertad, respeto y autocuidado.
Porque, en el fondo, no se trata de desconectar a los adolescentes de las redes, sino de reconectarlos con ellos mismos: con su cuerpo, sus emociones y su capacidad de decidir quiénes quieren ser más allá de un like o de un filtro.
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